viernes, 15 de agosto de 2014

Nunca me robaste el corazón...

Ella dormía placidamente entre mis brazos acurrucandose contra mí como si yo pudiera defenderla del mundo, la noche se hacía más oscura conforme repicaba la aguja del relog, pero dicen que "cuando la noche está más oscura es porque va a amanecer". No quería que amaneciera. No quería que escapara de entre mi agarre y corriera a un trabajo donde no la querían tanto como la quiero yo.
Deslicé las sábanas por su cuerpo con cuidado de no despertarla y toqué uno de sus pezones, no con lujuria, sino con ternura, me gustaba sentir cómo su piel suave se ponía dura con mi tacto, y me gustaba sentir que esa mujer que estaba entre mis brazos era mía. Sí, con propiedad, porque ella es mi dulce y yo soy su niño, y armaré un berrinche si alguien trata de alejarla de mí.
Levanté el brazo y le acaricié la cabeza porque me encantaba escuchar sus suspiros inconscientes, sus balbuceos soñadores y su cadera apegandose a mi cuerpo, como si yo pudiera defenderla del mundo.
Le besé el cuello, porque me encantaba sentir el calor de su piel contra mis labios y el olor del sudor en su cuerpo.
Habían tantas cosas que amaba de ella, y lo gracioso es que sería considerado masoquista por siquiera soportar la mayoría de ellas.
Pero, de eso se trata el amor ¿no?
Querer de esa persona lo que otros tal vez nunca lleguen a descubrir. Conocer cada simple detalle, como que no le gusta peinarse, que no se pinta las uñas porque el esmalte se le quita a los tres días, se queda callada cuando quiere gritar (es una imagen terrorífica) y grita cuando debería quedarse callada (eso es lo más adorable que puede haber en el mundo); que le aterra quedarse sola un domingo en la noche y que prefiere el huevo revuelto con cebolla aunque le apeste la boca después; que aunque diga que tengo el cabello muy largo, jamás me permitirá cortármelo, que le gusta la cerveza aunque diga siempre que la odia, que se duerme en el primer lugar donde le toquen las doce y que cuando está feliz le encanta morder a las personas. Conocerla más de lo que ella se conoce y aun así quererla.
Conocerla más de lo que ella se conoce y que ella me conozca a mí.
De eso se trata el amor ¿no?
Por eso me duele decirle que yo no la perderé nunca, pero ella me perderá a mí.
El amor y la muerte, en ninguna de las historias se han llevado bien, y esta no es la excepción. No desearé que encuentre a alguien que la quiera como yo porque soy egoísta y posesivo y ella lo sabe.
Las desgracias de la vida llegan cuando se conoce la muerte, y sus angustias inician cuando se le ve venir.
No quiero que nadie toque este cuerpo ¿Entiendes? Será mío hasta la muerte.
Y aunque esta me avise que está al llegar, no me importa, disfrutaré de su olor, sus berrinches, sus comidas, sus pucheros, sus sonrisas, sus cuentos, sus miradas, sus exigencias y sus suspiros hasta el último segundo de mi vida.
Aunque sé que ella ve mi mirada melancólica y mis lágrimas en la almohada, no le puedo decir, porque la conozco y sé que a ella le dolerá más que a mí. Sé que no me lo permitirá, sé que primero me mata antes que dejar que lo haga.
Pero de eso se trata el amor ¿no?
Desear la felicidad de esa persona por sobre la tuya, dirán que eso es obsesión, o falta de amor propio, pero es así. Vale más la pena verla feliz, porque con eso es suficiente para hacerme feliz a mí.
Por lo menos disfrutaré un poco antes de que, como dice ella, “todo el drama se desate”. Verla respirar normalmente antes de que la angustia la arrope.
Acerco mi mano a su pecho y siento su corazón latir. Débil.
Hice todo lo que estaba en mis manos para que no lo supiera antes que yo. Para que nadie la hiriera, para verla feliz el tiempo que durara mi vida, para no verla llorar ni una sola vez hasta que mis días se acabaran.
Un día le dije mientras compartíamos un helado de esos que a ella tanto le gustan y que yo dejé que un gato se lo comiera mientras no me veía, que si era necesario dar mi corazón por ella, lo haría. Y no soy un hombre que habla en vano. Porque por más egoísta que sea, no les puedo negar al mundo el placer de verla sonreír.
Ella seguía durmiendo plácidamente entre mis brazos como si yo pudiera defenderla del mundo.
»Pequeña, tú nunca me robaste el corazón.
Yo te lo entregué.«

***


¿Asqueado? ¿Demasiado cursi? ¿Esas son lágrimas las que veo? ¡Qué querías! lo escribí en medio del insomnio, ya saben, en ese momento en el que no puedes escribir y por eso tu cerebro decide darte las mejores ideas, así que... psa psa.
Espero tu opinión y gracias por leer, Pesos.

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