Todos los días a las seis de la tarde se iba la luz en barrio Tiniebla. Nadie gozaba con el lujo de tener un inversor, las humildes casas se iluminaban con velas, y las más sofisticadas con velones y pequeñas lámparas de aceite, por eso, a pesar de que el sector en realidad se llamaba Hermanas Mirabal, popularmente se le conocía como barrio Tiniebla, porque aunque se encendiesen un millón de velas, desde las siete y media se debía caminar tentando. A la hora a la que llegaba la luz ya tocaba comer el almuerzo y todos tenían que comprar los alimentos diariamente, porque nada lograba conservarse en la nevera.Doña Josefina era la vendedora de velas, fósforos, velones y lámparas de aceite más reconocida en todo el barrio, y es que ella no sólo hacía las velas, sino que les agregaba distintas esencias hasta a las más baratas, para poder inundar el sector de agradables aromas en esos momentos de oscuridad. Esos olores placenteros identificaban cada hogar del barrio Tiniebla, la casa de Florencia tenía olor a lavanda, el hogar de los Pèrrier -una familia de carpinteros franceses que habían llegado al barrio hace más de 50 años- emanaba un delicioso olor a canela, la casita de los Gutiérrez olía a menta recién cortada, la viuda Carmela siempre compraba las de olor a chocolate e incluso la iglesia de la comunidad irradiaba paz con su aroma a vainilla, hasta un ciego podría guiarse por esas calles.Una noche, a la puerta de Josefina dan dos golpes débiles, como los de un niño hambriento o una mujer desolada, al abrir la puerta, casi por instinto mas que por haberla escuchado, Josefina se encuentra con una vecina, con cara de noticias de desgracia que aún no llegan a su destinatario.― Don Hilario ta’ malo, han llamao al teléfono público dende el ho’pital, dicen que la vaina e grave [...]
—Nikole Leonardo (aka: yo)
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